...Que no te compren por menos de nada ...Que no te vendan amor sin espinas.

martes, 23 de marzo de 2010

INVISIBLES





Se llama Miguel.

Su cama es dura como la misma piedra, porque de piedra es. Su armario, una caja de cartón que comparte con Antonio, y en la que guarda sus escasas pertenencias.

Mi encuentro con él no fue premeditado, aunque sí ciertamente previsible:

Hace unos días, decidí recorrer la ciudad en busca de Personas Sin Hogar. Recordé que había visto un rincón donde se amontonaban ordenadas unas cuantas mantas y algunos cartones (señal inequívoca de que aquel era un improvisado dormitorio), así que allí me fui Con la cámara en ristre, y envuelta en el “pudor” que me confería el saberme en otro lado de la vida, me acerqué, con cierta cautela, tratando de pasar inadvertida.

Estaba haciendo algunas fotos cuando él me abordó para preguntarme qué hacía allí. Con cierto recato le expliqué el objetivo de mi visita. Me miró fijamente y, cuando ya creía que me iba a echar de allí con ciertos malos modos, me sonrió y me invitó a un café en un bar cercano.

-“No es suficiente con venir aquí y realizar cuatro fotos - me dijo- Con eso no vas a saber más de lo que tus ojos te muestren. La realidad está en las noches al raso; en los días que discurren vagando de un lugar a otro, sin otro fin que comer cuando toca, y dejar que pasen las horas, perdido por las calles en espera de otra noche, que precederá a otro día… que será exactamente igual al que has vivido”. Me habló de los diferentes grupos y los lugares que ocupaban cada uno en su particular ·escalafón social (hasta para dormir al raso no somos todos iguales); de los peligros que supone quedarse solo y de la generosidad de algunas personas que ven en ellos algo más que un estorbo.

Hablando con Miguel, pude llegar a vislumbrar tímidamente los motivos que llevan a alguien a quedarse sin un techo bajo el que cobijarse. En la mayor parte de los casos el alcohol y las drogas se dan la mano con la mala fortuna y acaban por instalarlos en una situación que parece no tener ya retorno. En otros casos, la falta de oportunidades laborales, y la desconfianza general, llevan a muchas mujeres con sus niños a las puertas de las iglesias, en busca de las monedas que se deslizan de las manos de los transeúntes.

Miguel se prestó de buen grado a mis fotografías y me obsequió con una sonrisa – “muy poco frecuente entre la personas que viven en la calle -dijo- porque, en realidad, no tenemos motivo alguno para sonreír”. Agradecida me despedí de él, y continué mi particular periplo (ahora con los ojos abiertos a “la otra realidad” – como él la llama). Pude comprobar que ciertamente no abundan las caras alegres (incluso cuando les pedí una sonrisa, el gesto final no fue más que un rictus amargo)

Es, desde luego, una experiencia difícil de olvidar. Uno de esos viajes en los que te embarcas con la alforjas vacías y regresas cargada de sensaciones; más consciente que nunca de que hay otra realidad esperando a ser vista por todos aquellos que cada día pasamos al lado, empeñados en nuestros pequeños o grandes problemas, pero poco dispuestos a que ellos sean cada día un poco menos invisibles.

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Cuando nadie me ve, quizá sale a la luz mi verdadero yo

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