Aún me estremece el recuerdo...
Sucedio en aquel lugar de techos bajos y coraza de piedra donde tantas veces nos habíamos refugiado. No cabe duda de que siempre fue un rincón apacible, pero nuestro especial permanecer lo convertía en un lugar distinto que disfrutar cada vez.
Aquel día una sensibilidad especial se había adueñado de cada poro de mi piel.
Yo ya no temía sumergirme en su infinitud y dejaba que mis manos se deslizasen por su rostro anhelando hallar en cada roce un rastro de esa esencia que lo hacía tan maravillosamente hermoso. Él me arrullaba entre los brazos y con un hilo de voz susurraba en mi oído una melodía que hicimos nuestra desde ese mismo instante. Envuelta en su fragancia, mi voluntad se adormecía lentamente en la comisura de sus labios, mientras un torrente de sensaciones me recorría el cuerpo como una multitud de fueguecitos buscando su aposento.
Y se multiplicaron las miradas, las caricias y los besos.
Parecía inutil el intento de permanecer anclada a la realidad. Me hundía en un gozo sin fin...tan extenso como el amor que se escapaba de su mirada, tan ausente como si la misma nada nos hubiese acogido en su seno. Cada sutil caricia se transformó en una entrega sin final. Cada mirada me insuflaba una alegría tan vital como el aire que respiraba, tan llena como estaba de sentimientos, de palabras que nunca había sido necesario pronunciar (aunque nos las repitiésemos hasta la saciedad).
Y fue así como, cobijada en el hueco de su hombro, sumida en un instante etéreo, construimos un lugar distante en el que, muy despacio, derramé, silente, mi amor sobre sus manos.
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